El tiempo es el carril donde, en su encrucijada con el espacio, se inscribe cuanto existe física o mentalmente. El Tiempo se concretiza en la vida de cada uno de los humanos, como de los demás seres vivos, inscrito en la relatividad cronoespacial con que cada uno de los seres vivos los percibimos avanzando desde nuestra gestación, nuestro nacimiento, la vida en cada uno de los momentos vividos y, por lo mismo, hasta su límite físico, la muerte, y la muerte definitiva o mental en el olvido de quienes nos conocieron o nos valoraron por nuestras obras y las relaciones con los demás seres vivos, objetos, situaciones, lugares que compartimos. Por lo mismo, es nuestro creador origen como nuestro asesino cuando completamos nuestra vida. Bajo esta concepción, Tiempo concreto o personal = Vida (vivida), se inscribe la concepción y símbolo que se significa en imagen como un despertador (aquel que nos despierta en los acontecimientos que significan nuestra vida) y este se describe a sí mismo con el poema. Mi diseño reloj y mi poema concretizan mi caligrama y este se dice, en lo concreto de mi percepción, como un reloj al acecho de cuanto ocurre para señalar la hora definitiva en que despertamos a nuestra conclusión o muerte (por eso es nuestro creador y nuestro asesino). La vida, mi vida es percibida como un continuo girar y girar de acontecimientos que no dejan de repetirse, la rutina de cada día, como la rutina de las estaciones que se repiten y transcurren en el devenir reiterativo de cada vida, la de las edades que pasamos con todos los puntos comunes a cualquier vida de un ser vivo, como la reiteración de acontecimientos y fiestas, la rutina del trabajo, de nuestros hábitos que, a pesar de ser únicos, no dejan de seguir unas pautas que los equiparan y otros que lo diferencian por la coetaneidad espacio tiempo y la experiencia acumulada. Esa reiteración de vueltas y vueltas que el tiempo da es la que equipara el tiempo y nuestra vida a un molino que va haciendo harina de nuestras vivencias y, a la par, abriendo la divergencia-convergencia de nuestras vidas (divergente, creciente en vivencias, experiencias vitales, conocimientos adquiridos, relaciones sociales en nuestra infancia, más amplia en nuestra juventud y primera madurez hasta llegar al punto de inflexión en que se convierte en convergente y decreciente en nuestra madurez posterior a nuestra plenitud, la vejez y, definitivamente la muerte. También por lo mismo, la vejez se asemeja a una adolescencia caminando a la niñez y a la dependencia absoluta de los demás, como cuando éramos bebés).
Como los asnos en la noria o los caballitos de un carrusel, tiramos de nuestra vida sintiéndola, tras la plenitud, como una carga cada vez más pesada que nos asfixia cada vez más en una vida cada vez más condicionada por el pasado acumulado y un presente cada vez más menguante en sus opciones...
La vida se puebla de costumbres y hábitos y se hace rutinaria, predecible y gris... Es nuestro creciente olvido, nuestra pérdida de protagonismo ante nuestro entorno cercano por la falta de novedad y de alicientes, cuando la vida ya es mera supervivencia en el camino y nuestra existencia, dejarse llevar por el presente hasta la meta consabida, la muerte, a la que nos resistimos a llegar hasta que nos sentimos apáticos, un náufrago de nuestra propia vida arrastrada por una corriente que nos supera... Es la vejez en que, nuestra paulatina consumición, nos lleva a aceptar nuestro destino... Más que nunca nos reconocemos prescindibles y dejamos que el reloj, nuestro reloj, el que lleva el tránsito de nuestra vida, nos maree hasta ese timbrazo terminal que nos despierte del sueño de nuestra existencia y nuestra vida.
La Vida, como concretización de nuestro tiempo individual, el reloj que somos cada uno. No nos da respiro, De hecho, no nos lo dio nunca, pero solo con ese cansancio que asoma patente en nuestra madurez que se encamina a la vejez (y no digamos en la vejez y su creciente decrepitud), somos conscientes de eso como de que hemos ido arrastrando nuestra vida durante el transcurso de la misma y la empezamos a percibir como un peso que nos agota y nos asfixia. Del juego al placer, del placer a la experiencia y la efectividad armónica y de esta a la rutina que paulatinamente nos mostrará el cansancio y el hastío de vivir sin más aliciente que las urgencias de la propia supervivencia... Ni siquiera percibimos la vida como vivencia; Estamos, transitamos pero no conducimos nuestra vida. De maquinistas de la locomotora vital hemos ido evolucionando a pasajeros y a sentirnos paulatinamente en meras maletas que acompañan a la vida (Somos y estamos, pero no vivimos... No disfrutamos nuestra vida, transitamos y soportamos si no la sufrimos)...
Esa es la sensación de la madurez transitando a la vejez, ese cansancio, ese hastío que identifica mi ahora, mi presente, es lo que refleja el caligrama, mi caligrama, cuyo poema, mi poema, reza:
A vueltas va girando el tiempo su molino
y yo tirando de él, tenaz, pero aburrido...
Vueltas y más vueltas me tienen ya en olvido.
Parejos son los recovecos del camino.
Siquiera un alivio, o un buen trago de vino.
Arrastrar y arrastrarme, sentirme molido,
seguir y seguir hasta perder el sentido
y no saber más que la muerte es mi destino.
Venir, sobrevivir sin siquiera alicientes,
arado por el molino reloj que, terco,
harina va haciendo de ilusiones, goces,
planes, proyectos, satisfacciones pendientes
a los que la vida mató o puso cerco
y escéptico o insensible soporto sus coces.
MANUEL MILLÁN CASCALLÓ
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