El caligrama, en la línea del anterior, Sabueso ibérico, glosa las virtudes tópicas del ciervo como símbolo de nobleza, fuerza, virilidad y fertilidad como aquellas que le han convertido en víctima propicia del hombre cazador. Con cierto realismo rayano en lo caricaturesco, representa al ciervo macho como uno de eso símbolos que sacan de la verdad de la Naturaleza en su papel de reproductor selectivo, tras vencer a sus émulos o rivales, como el más válido para la continuidad de la especie, tanto en su papel reproductivo como en el de defensa de su harén y su prole.
El ciervo simboliza como nadie (al igual que el toro bravo) ese papel y lo hace con nobleza y con justicia y, sin embargo añade un plus de gracilidad y belleza que contrasta con el de la fuerza y la tenacidad representado que veríamos innegable en el toro bravo.
El ciervo macho, como el león y como todos los machos que, más allá de la lucha (en este caso la berrea) que año tras año debe repetir hasta ser destronado, gana con eso el derecho exclusivo a cubrir a la hembra sino a todas las hembras que incluyan su territorio, ha ganado por ello, como por su elegancia, belleza y gracilidad, tanto como por su fertilidad, el peligroso papel de erigirse en trofeo de la virilidad humana del cazador y del guerrero (peligro que ya en el mundo animal le supone el valor añadido de ser el protector de sus hembras y su prole frente a todos los enemigos de otras especies predadoras y rivales de su misma especie), adquiriendo, como sus iguales, el funesto valor de ser preferido como pieza cinegética en la única especie que, rompe las leyes de la Naturaleza, para escoger antes a los reyes que a los vasallos para añadir a la caza un funesto valor bélico y deportivo que otras piezas no tienen. Por eso el caligrama glosa sin dobles sentidos, todos sus valores tópicos para engrandecer su nobleza y belleza en contraposición al de aquel que consigue una caza justa, pero ventajosa con respecto a sus víctimas, el hombre.
Con ello proclama al ciervo macho, como al lobo y como al oso, rey de nuestros bosques, cuyo cetro sólo el hombre cazador disputa.
El poema que lo compone delinea su contorno y las sombras interiores sin acceder en nada al exterior de las sombras o el prado y forma parte de un conjunto de poema (Ciervo) y caligrama (Ciervo II), que, a su vez contiene y es conformado por un poema propio distinto del anterior y que es el siguiente:
¡Cuán bien luce la corona en mi cabeza!...:
Descarnado émulo de un roble enhiesto
que al invierno rete en su fría batalla
siendo blasón de su tesón y nobleza
que, con sólo su presencia y con su gesto,
al aguerrido rival en todo acalla.
Y soy rey, corona llevo y coronado
protejo mi harén y mi prole de acecho.
Campo abierto, bosque o pradera, es mi techo,
donde el lobo y el oso han disputado
mi vida o la de mis iguales de antaño
y sólo el hombre cazador es mi daño
que me exhibe, trofeo en sus paredes,
un muerto rey que su mano ha destronado,
capturado así en su reino y en sus redes.
MANUEL MILLÁN CASCALLÓ
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