Claramente un pictograma caligramático, presenta una visión surreal, en donde la mano de un maniquí, un autómata de madera es, simultáneamente, la visión de un hombre rutinizado por la vida asomando desde las profundidades de la realidad que le atrapa, un grito dolorido de auxilio por la conciencia de la voluntad atrapada y moribunda de éste ante el desolado paisaje de una cotidianeidad desértica y sin alicientes, en donde su sombra se prolonga como un tétrico testigo y señal de su moribundez. La mano, desnuda, de su cadáver viviente, es un árbol deshojado, despojado de sus sentimientos, de sus emociones, de su vida, paralelo al arbusto, también deshojado que le acompaña.
A diferencia de un caligrama, mano (árbol) y arbusto contienen en poema atrapado en un dibujo que domina claramente el el diseño.
El poema parte del extremo contrario, de su símbolo, descendiendo de los dedos a la palma de la mano, la muñeca y el brazo enterrado en la agrietada y desértica tierra, para prolongarse en su sombra y definitivamente en el arbusto desnudo de hojas y en la tierra que le acoge ante un monte rocoso, retorcido como la agonía que expresa el difunto.
En sí mismo, el poema describe al árbol como una mano, la mano de un cadáver viviente, que, enterrado, pugna por desenterrarse para vivirse a sí mismo como no le deja hacerlo la realidad en la que vive.
Mediante un juego de símbolos, imágenes y metáforas y un lenguaje surreal, la mano es un espectro, un cadáver dolorido, estigmatizado por sus propios demonios, sus dudas, la negación de sí mismo... Un ser maldito por la rutina cotidiana para mostrarnos la lucha interna del hombre por vivirse y vencer los yugos que le niegan para convertirse en una pesadilla que nos aterra como reflejo de nuestra propia realidad y en una súplica de no recordarnos nuestra propia tortura.
MANUEL MILLÁN CASCALLÓ